El dolor no había remitido ni un ápice, pero las vistas ayudaban a mitigar una agonía que no pocas veces en los últimos meses parecía que le iba a devorar desde las entrañas. Scott Biram acompañaba su estado de contemplación cantando historias de perdedores a través de los auriculares. Historias que ahora no le parecían tan desesperadas a la vista de la suya propia. El viento seco del desierto se estrellaba contra cada centímetro de su piel desnuda, que era toda, y al cerrar los ojos lavaba sus pensamientos, arrastrando con él todo lo superfluo y prescindible que pudiera tener en la cabeza. El impresionante paisaje, con sus rojos cañones moldeados por millones de años de erosión, era un monumento viviente a la inmortalidad y a la vez a lo efímero de la vida. Una vez, cuando el hombre sólo era una promesa, una utopía, una ínfima posibilidad en el horizonte, aquel lugar desplegaba encrespados picos y valles intrincados, repleto de jóvenes montañas compitiendo por mostrar su poderío. El tiempo y el entorno las habían empequeñecido, pero ganando por el camino la majestuosidad y profundidad que sólo otorgan el transcurrir de los días, los años, las eras. Plantado sobre uno de esos cañones en mitad de Arizona dudaba que la visión del Himalaya o de los Alpes tuviera el mismo impacto sobre el alma humana que aquella interminable aridez que el atardecer teñía con el color de la sangre. Casi podía ver a los indios hopi elevando la mirada al cielo y relatando sus profecías, a Pluma Blanca abrazando el gélido abrazo de la muerte con la única pena en su corazón por no haber presenciado la última de ellas, la de la caída y renacimiento del hombre. Se incorporó sobre la esterilla, no sin esfuerzo, y el dolor le hizo saltar lágrimas y un gemido entrecortado. El cuerpo que un tiempo atrás había sido joven y vigoroso aparecía como consumido por un demonio voraz, con los huesos sobresaliendo como desesperados marinos buscando saltar de una embarcación que se hunde. Por contra sus ojos, reflejo del hombre que había tras ellos, mostraban la serenidad de quien ha aceptado los designios de la vida, la paz interior de aquel al que ya no le quedan más llantos ni lamentos y la comprensión que nace de descubrir que la muerte, lejos de ser ese monstruo que todo lo engulle, es muchas veces la más compasiva de las damas. Una dulce promesa de descanso, unos labios a los que permanecer siempre pegado hasta el fin de los tiempos, un frío y cristalino lago en el que zambullirse y difuminarse por siempre, entregado al interminable fluir de la materia. Lentamente se quitó los auriculares, apagó el reproductor y dobló la esterilla con gestos que hablaban de alguna especie de meticuloso rito ancestral. Pasó las manos por todo su cuerpo, muy despacio, notando cada curva, cada forma, la (a pesar de todo) suavidad de su nívea piel, con una delicadeza mayor de la que nadie le hubiera dedicado antes. Al llegar a la cabeza se entretuvo en acariciar la morfología que mostraba su reciente calvicie, y se lamentó, no sin esbozar una sonrisa, de tener que encarar el fin sin la melena de la que se había sentido tan orgulloso en el pasado. Una vez terminado el ritual fijó la mirada en el horizonte, y respirando con regularidad se concentró en mimetizarse con el mismo, vaciando por completo la mente, despidiéndose así también de todos sus pensamientos. Dándole la espalda a sus escasas pertenencias, echó a andar en dirección a un sol que se escondía de aquel rincón del mundo otro día más. Caminando bajo aquel ocaso, con unas sandalias de origen navajo como único ropaje, parecía una visión fantasmal, y de haber alguien observando aquella estampa le habría parecido una jugarreta visual fruto de algún efecto óptico. Pero tan sólo era un hombre, como lo fue Pluma Blanca, buscando un frío lago en el que zambullirse por siempre.
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