lunes, 30 de enero de 2012

LA ÚLTIMA CABALGADA



Notaba el viento juguetear con cada centímetro de su piel, acariciar revoltoso su larga melena, induciéndolo a un placentero trance. Los ojos entreabiertos, lo justo para mantener atención en una carretera que se desplegaba ante él como el recto e interminable pene de un dios. En sus manos sentía el rugido de su Mustang del 75, gruñón por una conducción tan comedida, mientras reflejaba cada rayo de luz en su maravillosa carrocería, convertida en una reluciente bala sangrienta en ese paisaje desértico. La radio, sintonizada en una emisora local, estallaba con el ritmo de una desconocida banda del lugar, todo ruido y distorsión, y que en esos momentos le sonaba como un exótico mantra enloquecido. El cosquilleo en sus brazos y el escalofrío que escalaba por su columna vertebral le recordaban que las drogas comenzaban a hacer efecto, y una sonrisa perezosa se ensanchó a través de su rostro. Con un suspiro travieso buscó la cajetilla de tabaco en la guantera. No la encontró, pero tras la Glock de calibre 41 encontró un cigarro sobado. No sabía cuánto tiempo llevaría allí escondido, pero parecía tan viejo que no le hubiera extrañado que todo el coche, empezando por la guantera, se hubiera construido alrededor de ese palito de humeante placer. Lanzó una sonora carcajada por lo estúpido de ese pensamiento, otro recordatorio de que las drogas empezaban a encabritarse en su interior. 



Mientras consumía el cigarrillo en largas y profundas caladas, su mente invocaba confusos recuerdos de un presente pasado, pero filtrados a través de un raro caleidoscopio de colores y formas difusas. Annie plantada en el marco de la puerta, la maleta en la mano y un gesto de desprecio en una cara que se asemejaba mucho a la de un afeitado caniche. Jeff, su supervisor, abriendo la puerta del baño a lomos de un dragón púrpura y jodiéndole la primera raya de la mañana, mientras recitaba un arcano hechizo que le desterraba de Albión por toda la eternidad, como si de un Merlín iracundo se tratase. El sabor del bourbon inundaba su paladar a medida que apuraba la botella con deleite, y su padre, ese ser insustancial aparcado en una butaca de casa, decidía acabar de nuevo con la ruina que era su vida colgándose de la viga del granero, que en su jodida memoria supuraba sangre a través de las grietas de la madera. El mismo granero que bullía ahora de aleatorias escenas de dolor, llantos, dientes apretados e infancias robadas. Un coyote le sonrió desde la cuneta al pasar como una centella, con la misma sonrisa que brillaba en la oscuridad tras él mientras se encontraba arrodillado sobre el banco de bricolaje, con su Vaquero Joe firmemente apretado contra la palma de su mano. El grupo local había dejado paso a los espumarajos llenos de odio e ignorancia de un pastor de la zona, que se llenaba la boca con amenazas, sermones y súplicas a Dios por la redención de una vida pecaminosa. Estupideces, pensó, cualquiera que no sea un niño o un idiota sabe que no hay dios alguno, ni redención, ni vida, tan sólo existencia, y en esa reinan las llameantes calderas y los hijos de puta. Se escupió en una de las manos, ya que la sangre reseca que la cubría comenzaba a molestarle, y en su actual estado parecía que se convertía por momentos en piedra. La frotó contra la camisa, sin conseguir nada, pues tenía el cuerpo cubierto de esa misma sangre, o de otra, o de varias diferentes, ya no sabía bien, pues el ahora y el hace un rato se difuminaban a gran velocidad, espantados por el furibundo demonio que era su pasado enterrado, liberado por fin para destruirlo todo a su paso. Allí estaba, como el Surtur de las sagas nórdicas, imponente, poderoso, flamígero, cruel, dispuesto a abatirse sobre el mundo, su mundo, y reducirlo a cenizas.

Un familiar sonido se unió a los exabruptos del cura, y al mirar por el retrovisor divisó los negros carruajes de la inquisición que se acercaban, y los extraños cantos de cautiverio y condena que emitían sus monturas. Bien. Una última cabalgada, entonces. Con el nerviosismo de un niño introdujo el cassette en el arcano 8 pistas, y esperó. Remember de Free se desplegó a su alrededor, cubriéndole de energía, determinación y una extraña sensación de paz. Protegido por ese místico velo protector agarró la Glock de la guantera, le quitó el seguro con pulso firme, y la dejó reposar en su pierna, al mismo tiempo que ya distinguía en el horizonte la barrera policial que pretendía cortarle la huída. Cedió a los ruegos de su montura, pisó el acelerador, y el amasijo de válvulas, aceite y acero de Detroit lanzó un poderoso bramido de aprobación y júbilo. Vio como su deportivo se retorcía, crecía, convirtiéndose en un amenazador ser mitológico, un imparable Juggernaut presto a desatar la furia de Vishnu. Una última cabalgada, y qué grandiosa. Veía ya la cara de los inquisidores en la barrera, y el sonido entremezclado de unas sirenas que, sin embargo, para él siempre sonaron mudas. Apuntó su pistola y comenzó a disparar con júbilo casi erótico. Cada retroceso del arma le hacía llegar un cálido estremecimiento que le recorría todo el brazo, erizándole los vellos. No tardaron en devolverle el fuego, y las balas empezaron a morder la piel acorazada de su bestia, que continúo firme el avance. Algunas le alcanzaron a él en el pecho y un brazo. Se miró, entre curioso y divertido, advirtiendo cómo la sangre cubría su camisa, ahora sí con su bello líquido. No paró de disparar, a pesar de que su visión se volvía borrosa, difuminando una realidad que iba tocando a su fin. Otro impacto le alcanzó en el cuello, lanzándole la cabeza hacia atrás. Por el surtidor de su aorta destrozada se desparramó Surtur, y con él Annie, Jeff, el ahorcado, su sonrisa de hiena y la primera raya de la mañana. Vacío de dolor por primera vez en su vida, supo que todo iría bien ahora. Pocos metros le separaban ya de la barrera, y con un último esfuerzo buscó en uno de los bolsillos delanteros de su pantalón. Sacó la figura, apretándola con fuerza contra la palma de su mano. Mientras el último segundo de vida se le escapaba a raudales del cuerpo, miró al frente y sonrió.

Nuestra última gran cabalgada, Vaquero Joe...




Texto y fotografía invocados por Cthulhu.


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Basada en una obra en desvandecthulhu.blogspot.com.

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